Ilustración del Museo de Historia Natural Dr. Manuel M. Villada |
-Tus
abuelos estarían orgullosos de ti.-
Dijeron
un grupo de niñas sonrientes a la cuentera, que recién había
terminado su función.
La
mujer les dio las gracias con una sonrisa tímida y se escabulló
antes de que el nudo en la garganta resultase en un torrente de
lágrimas.
Ya
se las había tragado al comenzar la sesión de aquel día. Se había
emocionado tanto que le había sorprendido. Porque no era una novata.
Llevaba en esto más de diez años y había aprendido a tomar la
distancia justa de las emociones de manera que no le impidieran
hacer su trabajo y a la vez sentirlas lo suficiente para poder
transmitirlas. Era un equilibrio difícil. Últimamente la distancia
se había ido agrandando. “El espacio de seguridad” se había
hecho con su espacio del sentido. Pero hoy una grieta en ese lugar
común le había recordado la importancia de los sentimientos en
vivo, en crudo. Tal cual los sintiese en ese momento. Permitirse esa
vulnerabilidad en mitad de un cuento no era cosa fácil de llevar.
Sin embargo, esa aparente fragilidad le había dado una conexión con
aquellos niños que sabía no habría sido posible de otra manera.
Ellos la miraban expectantes. Comenzó presentándose, hablando de su
oficio y de los cuentos que les traía. Aquel día también habló de la
infancia; de la suya y de la de su familia. De un tiempo a esa parte
le gustaba introducir anécdotas familiares porque la conectaban al
sentido de contar, a ese compartirse junto al cuento. Ya no existía
cuarta pared como en sus inicios. Al cabo escucharon su voz romperse
y, un momento después, vieron el pañuelo que limpiaba su nariz
sutilmente, como si un resfriado inoportuno la hubiera interrumpido
en ese pasaje de la historia. Los constipados tienen esa libertad de
acción. Se les permite irrumpir en cualquier situación y admiten la
comprensión de cualquier tipo de público. (El resfriado como
camuflaje del llanto.) Sin embargo, de alguna manera ellos sabían
que no había virus alguno detrás de aquel goteo inesperado.
De repente le vino un recuerdo viejo, muy viejo. Allí estaba ella llorando a moco tendido, tendría poco más de once años y una persona mayor trataba de consolarla... Permitirse
la vulnerabilidad y ser adulta era algo que hacía mucho tiempo le habían
dicho era incompatible. En su día le explicaron la cuestión aprovechando la admiración que sentía la niña por los insectos. Le dijeron que ser adulto era algo así como llevar a cuestas el exoesqueleto más duro que pudieras encontrar para que pudiera protegerte. ¿Protegerse de qué? Se preguntaba ella. Pero esa parte de la historia quedó en tinieblas: o no le explicaron o no le convenció la explicación. Lo cierto es que tras aquella exposición de hechos irrefutables, ya no le simpatizaron tanto los artrópodos, aunque en secreto siempre guardara cierta debilidad por ellos. Y es que no podía evitarlo porque... ¡Cuánto bicho maravilloso suelto! ¡Qué formas y colores tan increíbles! Y sus costumbres, ¡qué decir de sus sociedades,
construcciones, etc.! Ya está, ya se había despistado. Allí estaban esos ojos mirándola, expectantes. ¿Cuánto tiempo había pasado? Caramba, ¡el vuelo de
una mosca era más que suficiente para desviarla del tema! (Cosa que
le pasaba desde pequeña y en la que no había cambiado un ápice).
En
ese momento decidió dejar de luchar. Dejó de tratar de comportarse “como un adulto”. Ella tan
sólo era la cuentera. La mujer que ese día les regalaría algunas
historias. Entonces le embargó una deliciosa sensación, con esos
cien niños que la escuchaban con el corazón abierto. Qué menos que
abrir el suyo.
"Sembremos cuentos entre todos, sembremos cultura."