Mi agradecimiento a la ONG Solidarios para el Desarrollo, en especial a Rocío Hoces, por confiar en mí y brindarme esta oportunidad, a los voluntarios por ser grandes compañeros de experiencia y, sobre todo, a los verdaderos protagonistas de esta historia: los internos que han compartido su tiempo conmigo y me han escuchado de forma tan generosa.
+INFO:
Miércoles, 18 de febrero de 2015.
El Centro Penitenciario
de Sevilla se encuentra pasando Torreblanca, un barrio alejado de
todo excepto de polígonos industriales y campo. Por el camino vas
dejando atrás las últimas fincas. Como una broma de humor negro,
ese mismo sendero se bifurca hacia un salón de celebraciones. Lo
imagino en un domingo de primavera, en mitad del ajetreo de bautizos,
comuniones y bodas. Lo dejamos a un lado y continuamos adelante. A
lo lejos, tras un cercado disimulado por la masa de árboles se
acierta a ver una torre y unos edificios.
Llegamos en el mismo
momento en que familiares, parejas y amigos vienen a despedirse de
sus hombres queridos. Se terminó el permiso. El ambiente es de una
mezcla de normalidad y tensión extrañas. Los funcionarios se
encuentran muy atareados, por lo que debemos esperar a que pase la
bulla. Veo a muchas personas con las que me cruzaría por la ciudad y
ni repararía. Otras tienen una mirada que me hace desconfiar de
ellas. Igual que si estuviera por Sevilla. Pero esto no es Sevilla.
Es un centro penitenciario.
Traigo un montón de
libros para la biblioteca que han sido donados por los amigos del
ciclo de narración oral que celebré el pasado diciembre. También
llevo mi maleta de cuentera, fiel compañera que desde hace más de
diez años viene conmigo por colegios, bibliotecas, centros
culturales, teatros. Ahora las dos vamos a un lugar que nunca hemos
visitado. Estoy nerviosa. A veces puedo ser de una sensibilidad
extrema que me deja sin energía. Otras tengo fuerza de leona. Espero
que hoy no se dé la primera posibilidad. Quiero hacer bien mi
trabajo. Contar historias. Hablarles del oficio del narrador. Que
después hablemos de lo que surja. Y sobre todo, que disfruten.
Pero no estoy sola.
Afortunadamente, a esta cita me acompañan voluntarios de la ONG
Solidarios para el Desarrollo: Francisco, Javier, Jesús, María,
Mari Carmen y María Magdalena. Un grupo tan bíblico como
fantástico. Juntos atravesamos el arco detector de metales y juntos
recorremos el centro hasta llegar al Pabellón de Cumplimiento, donde
en espacios diferenciados llamados módulos, se encuentran los presos que están
cumpliendo su condena. En este pabellón hay algunos módulos
llamados “de respeto”, donde se realiza una división del trabajo
en torno a una estructura democrática y participativa. Los internos
de estos módulos disfrutan de una mayor autonomía, con portavoces y
vocales que contribuyen al éxito de la convivencia. Puertas enormes
enrejadas dividen los espacios que vamos atravesando, abriéndose y
cerrándose a nuestro paso, como el aleteo de gigantescas palomas metálicas.
Ya estamos en el Aula de
Cultura, de uso exclusivo para los internos en un módulo de respeto.
Hoy nos encontramos con Carlos, Cristian, Isaac, Bernabé y Jose
Luis. La cárcel me rompe los esquemas nada más entrar. Cristian podría
pasar por el brillante alumno de universidad que lleva el grupo de
teatro. Los demás podrían ser vecinos de mi barrio. Ordeno los
objetos que voy a utilizar en mi sesión. Respiro hondo. Bebo agua.
Nos presentamos. Hablo de cómo llegué a la cuentería y del oficio.
Entonces me dispongo a contar. Para empezar, un mito de creación del
mundo que protagoniza un coyote. Para narrarlo uso un títere al que
le tengo especial cariño. Es un perro, regalo familiar comprado cerca del teatro más
famoso de títeres de la República Checa. Coyote aulla, olisquea, se
mea, se aburre, duerme... Y todo ello mientras va creando océanos,
mareas, olas... Y personas. Ver a un grupo de hombretones divertirse
con Coyote me llenó de alegría. En ese cuento se produjo uno de
esos momentos que los cuenteros atesoramos con
especial cariño. Sucedió cuando toqué el tambor oceánico,
instrumento que recrea con increíble veracidad el sonido de las
olas. Si puedes ir a la costa cada vez que quieras tal vez no te suponga gran
cosa, pero para ellos que hace mucho que no la ven, fue como si estuvieran allí. Después le tocó
el turno al cuento español de tradición oral “La niña del
zurrón”, una versión propia en verso, narrada con la técnica
kamishibai y unas ilustraciones preciosas del artista venezolano
Jorge Planas. Los puse a cantar con la niña encerrada en el zurrón
y nos echamos unas buenas risas. Llega el turno de hacer preguntas y
seguimos hablando un poquito más sobre el oficio... El reloj,
riguroso, marca el final del encuentro. ¡Parece que les ha gustado!
Suspiro. Bebo un poco más de agua.
Nos despedimos.
Agradecimientos mutuos.
La sensación de que todo ha pasado muy rápido.
El convencimiento de que me
llevo más de lo que he entregado.
El deseo de que les vaya
bien en la vida, que no vuelvan allá nunca
más.
La certidumbre de que en ese lugar hay demasiadas personas que
han hecho demasiado poco para su condena, comparadas con demasiadas
personas que han hecho demasiado y que disfrutan de una libertad que
no se merecen.
Una a una, las puertas van cerrándose a nuestras espaldas. Adelante la vida no carcelaria. Los árboles se tragan la mole de cemento mientras el coche comienza a desandar el camino que lleva a Sevilla.
Rara Avis
Hace tiempo que no es
dueño de su espacio
Hace tiempo que sólo
puede reinar en pequeñas parcelas de tiempo,
delimitadas por otros.
El resto de su vida
está acotado,
milimetrado,
planificado
por su condena.
Un horario para comer.
Un horario para dormir.
Actividades férreamente reguladas.
Y el cielo
Ese parche recortado
por el patio
O por la ventana de su
chabolo.
El horizonte...
El sol tragado por el
mar
El olor a salitre
Las olas que juegan en
el orilla
Dormir abrazado a su
pareja
El cocido de su abuela
Sin embargo,
allí está.
Cada día
recuerda
lo que le llevó allí.
Ese recuerdo
que martillea su
cabeza.
Esa es su mayor
condena.
Y desea con toda su
alma
¡Salir!
A respirar
Llenarse bien los
pulmones.
Como quien se abastece
de alimentos
para una época de
carestía.
Y con el pecho bien
hinchado
gritar a los cuatro
vientos.
Desahogarse para
encontrar
alivio.
Él espera aprender de
esto
porque ya sabe cómo
son las reglas del juego.
Puede no haber piedad,
ni compasión.
Pero él ha aprendido
a encontrarlas en su interior.
Esa es su mayor
victoria.
Ya conoce lo que
merece y no merece la pena.
Ha dejado de de ser
una víctima,
aunque algunos sólo
lo vean como tal.
Ha dejado de ser un
paria,
porque él es un
hombre que se respeta a sí mismo.
Ni aquí ni fuera,
pueden todos decir lo mismo.
Una mañana mirando el
recorte azul
tuvo una sensación
que le sobresaltó.
Entre sus omóplatos
empezaron a crecer
unas protuberancias extrañas.
Ha pasado el tiempo
y aquella malformación
ha devenido
en algo que le hace un
bicho raro no sólo en prisión.
Durante el día las
tiene que disimular con varias capas de ropa.
En verano esto se hace
pesado porque pasa mucha calor.
Pero el esfuerzo merece la
pena.
Por la noche es muy
agradable.
Se queda dormido
arrullado por el batir suave y
rítmico de unas alas
enormes.
Cuentan que cuando
salió de prisión
ya era una rara avis.
Muchas personas no le
aceptaban.
Pero a él esto no le
afectaba
lo más mínimo.
Porque ya sabía quién
era.
Fin
Nota:
Nadie consiguió
aprisionar su alma.
Fue un ser libre hasta
el final de sus días.
(Dicen que enseñó a volar a
más de uno.)
"Sembremos cuentos entre todos, sembremos cultura."