Una gran emoción me embargaba. La sensación de que aquella mañana yo estrenaba el mundo. Vivía esas horas con el tempo de un ritual continuo, en la celebración de un evento único.
Me despertaba. Atrás quedaba la pereza de los amaneceres veraniegos.
Me aseaba con esmero. Elegía la ropa y me vestía lentamente.
Revisaba la cartera por tercera o cuarta vez.
Desayunaba con la impaciencia empujándome el estómago.
Ya estaba lista.
Ponía los pies en la calle.
Calle nueva.
Calle de primer día de cole.
Caminaba presa de la excitación y, a veces, del miedo.
¿Lo pasaría bien?
¿Haría nuevos amigos?
¿Tendría problemas con alguna asignatura?
Entonces afirmaba los tirantes de la mochila y me dejaba impregnar de la fuerza de aquel día.
Por el encantamiento de estrenar libros, cuadernos, gomas, bolígrafos de colores...
Por la curiosidad de descubrir, de inventar, de aprender...
Las dudas dejaban paso a la ilusión y yo reanudaba el paso con renovada energía.
La gran verja del colegio se erigía frente a mí.
Me rodeaban montones de niños con carteras relucientes, flequillos repeinados y camisetas de colores vacacionales.
Sus madres: aleccionadoras, cariñosas, revisoras de cabellos en perfecto estado.
Despedidas apresuradas en mitad de un caos bullicioso daban paso a la apertura de las verjas.
Ya estabas dentro.
En cuestión de unas horas sabrías cuántas cosas, caras y asignaturas estrenarías y cuáles podrían gustarte más o menos.
En unas horas habrías empezado un nuevo curso.
Atrás quedaba tu vieja vida.
Delante, toda una nueva vida por estrenar.